Aix-en-Provence se llena de música también en primavera
Dos de las más importantes composiciones religiosas de la música occidental coinciden en la programación de los primeros días del Festival de Pascua de la ciudad provenzal


Camino ya de su 77ª edición, el festival de verano de Aix-en-Provence se ha labrado una justa reputación como una de las grandes citas operísticas del año. En 2013 le surgió un nieto primaveral en Semana Santa, siguiendo con ello de alguna manera la estela del príncipe de los grandes festivales estivales europeos, el de Salzburgo, que también se enriqueció en su día con nuevas convocatorias en Pascua y Pentecostés. Cuando una ciudad logra convertirse en sinónimo de buena música, es fácil sentir la tentación de prolongar su atracción magnética para los buenos aficionados. Y el Festival de Pâques de Aix, a la vista de la masiva asistencia de público en una ciudad con mucha menor afluencia de turistas ahora que en verano y en fechas vacacionales, parece ya definitivamente asentado en el comienzo de su segunda década de vida.
Su cerebro gris y principal fuerza motriz (o director artístico en la jerga oficial) es uno de los músicos franceses más respetados, el violinista Renaud Capuçon, que no en vano fue uno de los elegidos, junto con su hermano Gautier (violonchelista), para dar lustre a la solemne inauguración de la remozada catedral de Notre Dame el pasado 7 de diciembre en París: su Passacaglia de Handel/Halvorsen fue uno de los grandes momentos musicales del solemne acto, con presencia de numerosos jefes de Estado. Pero Renaud Capuçon ha querido siempre ser algo más, o mucho más, que un virtuoso de su instrumento. En 1996 fundó un festival en su Chambéry natal, los Rencontres musicales de Bel-Air, donde dejó de manifiesto tanto su talento natural para programar como su afán –que ha perdurado intacto hasta hoy– de apoyar y dar a conocer a los músicos jóvenes de talento. Aquella aventura finalizó en 2010, en una edición con las emociones de todos los presentes a flor de piel, pero tres años después trasladó su centro de operaciones a Aix-en-Provence, dotada de todas aquellas infraestructuras con las que sueña un buen programador: un teatrito barroco (Jeu de Paume), una sala de conciertos con gran aforo (Grand Théâtre de Provence) y un conservatorio de prestigio (Darius Milhaud). En estas fechas no puede utilizarse, claro, el Théâtre de l’Archevêché, al aire libre, porque el tiempo es mucho más inestable que en el mes de julio: de hecho, en estos días de mediados de abril la lluvia está siendo una presencia frecuente en la ciudad de Paul Cézanne, una bendición para los campos de lavanda que inundan la Provenza.
Capuçon dirige también desde hace una década un pequeño festival invernal en Gstaad y es asimismo desde 2021 el director titular de la Orquesta de Cámara de Lausanne, donde también enseña. Su carrera bascula, por tanto, entre distintas actividades, por más que muchos lo conozcan únicamente en su faceta de violinista, en la que ha cultivado múltiples repertorios y frecuenta todo tipo de formaciones, porque siempre ha reservado una parte importante de su calendario para la música de cámara. En la pasada edición del Festival de Lucerna, por ejemplo, fue un solista excepcional de L’arbre des songes de su compatriota Henri Dutilleux junto con la Orquesta Filarmónica de Múnich y Lahav Shani. Aquí dirigió en la inauguración del pasado viernes a la Orquesta del Capitolio de Toulouse, con la participación como solista de la eterna Martha Argerich, una de sus compañeras más fieles y de más largo recorrido. Y el lunes tocó tríos con piano de Schubert y Brahms con Kian Soltani y Mao Fujita, haciendo bueno su deseo de dar voz, aprender y tocar al lado de las nuevas generaciones.

En estos primeros días del festival, que se cerrará el 27 de abril con Capuçon tocando y dirigiendo a la Filarmónica de Luxemburgo, van a darse cita el Miércoles y el Viernes Santo dos de los grandes pilares de la música religiosa occidental: las Vísperas de Claudio Monteverdi y la Pasión según san Mateo de Johann Sebastian Bach. Curiosamente, sus autores tenían la misma edad (42 años) cuando concluyeron ambas obras, que podrían tenerse, quizá, por las encarnaciones musicales por antonomasia del Antiguo y el Nuevo Testamento, siguiendo el ejemplo de ese otro gran díptico de la literatura para teclado imaginado por Hans von Bülow e integrado por El clave bien temperado de Bach y las 32 Sonatas para piano de Beethoven. Una nació en los primeros escarceos del Barroco, mientras que la otra vio la luz cuando el estilo se hallaba ya plenamente consolidado. Una es un fruto inequívoco del sur católico, mientras que la otra se tejió con los mimbres más característicos del norte luterano. Las dos, cuyo destino litúrgico inesquivable es el servicio de Vísperas, cayeron durante décadas en el olvido y resucitaron editorialmente casi al mismo tiempo, en 1830 (Bach) y 1834 (Monteverdi), aunque las Vísperas del italiano no sonaron realmente hasta más de un siglo después (1935). El coro fue durante mucho tiempo un elemento esencial para su interpretación, aunque cada vez está más extendida la tendencia a prescindir de él.
Por más que aquí las Vísperas de Monteverdi hagan el papel de antecedente, en su seno convivieron a su vez en su día de alguna manera lo antiguo y lo nuevo, o la prima y la seconda pratica, por decirlo con la terminología de la época. Pero una y otra no se encuentran deslindadas, sino que conviven al mismo tiempo, alimentándose mutuamente e imbricándose con toda naturalidad, como cuando melodías en canto llano (los canti fermi en valores largos, como leemos en la cubierta del Bassus Generalis del impreso de 1610) se insertan con naturalidad en el entramado polifónico, del mismo modo que los salmos (el pasado) se alternan con los conciertos sacros (el futuro). Y suele olvidarse que la primera edición se abre con una Missa senis vocibus que raramente suele interpretarse y que basa su material en un motete de Gombert: otro guiño al pasado, que reforzará aún más el contraste cuando se escuche Nigra sum, que podría haber hallado cabida perfectamente tres años antes en L’Orfeo.
La notación de Monteverdi suscita a su vez infinidad de preguntas en relación con las proporciones musicales, las claves altas o la necesidad de introducir transposiciones, de ahí que las Vísperas hayan conocido, y sigan conociendo, interpretaciones tan dispares: más o menos lentas, más o menos litúrgicas, más o menos teatrales, más o menos concertantes, e incluso más o menos agudas, con ordenaciones de las piezas que las integran que respetan o modifican la que aparece en la edición original. El tenor suizo de padres chilenos Emiliano González Toro ha cantado con frecuencia la obra, que le ha acompañado desde el comienzo mismo de su carrera, cuando la interpretó, como recordó antes del concierto del miércoles en un encuentro con el público, bajo la dirección de Michel Corboz. La ha grabado también en varias ocasiones, la penúltima con Pygmalion, el grupo de Raphaël Pichon, en 2022, y la última con su propio grupo, el Ensemble I Gemelli, hace tan solo unos meses: se ha publicado en febrero de este mismo año en formato de libro-disco.

Si hay que elegir entre los adjetivos del párrafo anterior, su aproximación es decididamente concertante y abiertamente no litúrgica, sin responsorios, versos o antífonas en canto llano. En el arranque mismo de la obra, situado en el centro de los 18 cantantes, González Toro cantó en solitario la entonación del versículo inicial con energía y un dejo inequívocamente teatral. Y así siguieron las cosas hasta el final del Magnificat a 7 (se omitió el escrito a seis voces sin instrumentos, como es habitual). Con tempi por lo general vivos (vivísimos en Lauda Jerusalem), un énfasis quizás exagerado en los ritmos de danza y mucho movimiento sobre el escenario (sobre todo en los diferentes versos del Magnificat final, que se resintió de tanto trasiego, y en el que los canti fermi no se escucharon siempre con la deseable nitidez), fue una interpretación más exultante que devocional, que ofreció sus mejores momentos –los de mayor recogimiento– en dos de los conciertos sacros, Duo seraphim y Audi coelum, aunque el más deslavazado se escuchó justo entre uno y otro, un Nisi Dominus más pendiente del ritmo que de conseguir la trabazón de todos sus elementos.
Aunque pueda parecer una tautología en una obra como las Vísperas, fue también una propuesta marcadamente vocal, con un uso muy comedido de los instrumentos (arpa sola en Nigra sum, por ejemplo, órgano en Laudate pueri, comienzo a capela de Ave maris stella) y quizá demasiado pendiente de los medios en detrimento de los fines. Cantantes e instrumentistas procedentes de varios países y en general muy jóvenes (la única excepción era el veterano Fulvio Bettini), con varios españoles entre sus filas, como el bajo Víctor Cruz (integrante del grupo Cantoría) y los laudistas Pablo FitzGerald y Miguel Rincón, se mostraron muy concentrados, aunque no siempre del todo cohesionados. El público que llenaba el Grand Théâtre de Provence acogió con alborozo y largos aplausos la propuesta de González Toro y Mathilde Etienne, codirectora del grupo, que salió a saludar al final: ambos son los gemelli (metafóricos) del nombre del grupo. Muchos escucharon el miércoles la obra quizá por primera vez, despojada en gran medida de su naturaleza litúrgica, pero sobrada de entusiasmo y extraversión. Seguro que sus emociones serán muy diferentes cuando vuelvan sobre esta composición poliédrica y virtualmente inagotable, llamada a despertar estremecimientos a mansalva.

Antes, el martes por la tarde, el festival planteó dos propuestas muy diferentes. En el Théâtre du Jeu de Paume, Chiara Muti y David Fray ofrecieron un espectáculo de creación propia en torno a Louis-Joseph, hijo de Luis XVI y María Antonieta, penúltimo delfín de Francia, que murió a los siete años tras una terrible enfermedad. Ella (hija del director de orquesta Riccardo Muti) es la autora de los textos, que recita como si se tratara de un melólogo, con una docena de piezas musicales tocadas al piano por David Fray (también suenan grabadas cuatro obras de Lully, Vivaldi y Rameau). Con una puesta en escena cuidadísima, también responsabilidad de Muti, una delicada iluminación y proyecciones puntuales de imágenes, los textos abarcan desde la espera del nacimiento de un varón que asegure la sucesión al trono hasta las exclamaciones de la madre desconsolada tras la muerte de su hijo (“J’arrive, j’arrive!”).
Con una escenografía muy sencilla (una tarima central con dos rampas laterales y el piano abajo, en un lateral), la secuencia funciona admirablemente, gracias en buena medida a la selección de músicas y, sobre todo, a las interpretaciones de David Fray, un pianista que siempre ha dado lo mejor de sí cuando aborda la música de Bach (el compositor más representado en su selección), que sale de sus dedos impregnada de intimismo, delicadeza y veracidad. La única música no barroca de L’enfant oublié (El niño olvidado, el título del espectáculo) es la penúltima de las Escenas de niños de Schumann, “Niño durmiéndose”, que suena justo después de la Entrada de Polimnia en Les Boréades de Rameau, la música que eligieron Raphäel Pichon y Claus Guth para el momento en que Dalila contempla a un Sansón moribundo en el Samson que se estrenó el pasado mes de julio justamente aquí, en Aix-en-Provence. Chiara Muti tiene que cultivar varios registros, y expresarse en una lengua que no es la suya, pero supera la prueba con nota, quizá también porque la historia que aquí se cuenta les toca muy de cerca a ambos. Y la perfecta sincronía entre el contenido de los textos y la secuencia expresiva de las músicas se traduce en momentos de alto voltaje emocional.

Esa misma tarde, en el Grand Théâtre de Provence, actuó el Ensemble Jupiter, liderado por el laudista Thomas Dunford, un joven pero ya veteranísimo genio, hijo de dos violagambistas, que se disputan las secciones de continuo de los mejores grupos de música antigua, empezando por Les Arts Florissants, y punta de lanza de una generación asombrosa de grandes talentos franceses. Aunque se alternaron piezas instrumentales y vocales, todas de Handel, el gran reclamo del programa era la soprano Lea Desandre, asidua colaboradora de Dunford, que cantó arias de diversos oratorios, si consideramos también como tal a Semele, un “drama musical a la manera de un oratorio”. Sus arias –presentadas, con una excepción, por parejas– contraponían luz y oscuridad, reposo y agitación, lirismo y virtuosísticas agilidades.
Con tan solo siete instrumentistas (situados incomprensiblemente demasiado alejados del proscenio), la propuesta camerística del Ensemble Jupiter sonó algo pobre en una sala tan grande. La falta de sobretítulos con los textos de las arias se vio compensada en parte con las explicaciones previas, micrófono en mano, del propio Dunford: simpáticas y humorísticas, pero insustanciales. Cuando tocaron la Sarabande de la Suite HWV 437, Dunford dijo, por ejemplo, que no iban a tocar la versión original de Handel, sino la que forma parte de la banda sonora de la película Barry Lyndon. Desandre, demandadísima dentro y fuera de la música antigua, cantó muy bien, porque posee una técnica segurísima y se enfrenta a los pasajes más exigentes con una pasmosa naturalidad: descalzarse le ayuda, al parecer, como buena bailarina, a cantar mejor. Adornó con excelente criterio el da capo de cada aria (especialmente bien en As with rosy steps, de Theodora) y confirmó que se siente igual de cómoda en los papeles de soprano (Theodora) y mezzo (Irene), porque su generosa tesitura le permite ascender y descender con naturalidad y sin correr más riesgos de los necesarios.

Una hora bastante escasa de música parecía una oferta demasiada parca para un programa de festival, pero Dunford supo alargarlo con una canción de tintes panteístas, en inglés, firmada por él mismo al alimón con Douglas Balliett, We are the ocean, que interpretaron como si fueran un grupo de jazz, incluidas las presentaciones del líder instrumentista por instrumentista tras los consabidos solos y seguidas de los habituales aplausos del público. Merecen mención especial la violinista estadounidense Augusta Lodge, que hizo suyo con buen gusto el solo de oboe obbligato de Guardian Angels (de The Triumph of Time and Truth), y la clavecinista Violaine Cochard en un grupo muy internacional del que formaba parte el contrabajista español Ismael (aquí, Ismaël) Campanero. Como el público, con razón, seguía queriendo más, no tuvieron más remedio que volver a repetir sin interrupción la última secuencia de arias, la ya citada y apacible Guardian Angels y la furibunda No, no, I’ll take no less (de Semele), alargando un tanto artificialmente un concierto que, a pesar de todo, supo a poco, si bien sólo en cantidad, que no en calidad.
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