Muriel Barbery: «Tenemos que convivir con nuestros muertos»
La autora de ‘La elegancia del erizo’, uno de los mayores éxitos editoriales de los últimos años, aborda el duelo en su última novela, ‘Una rosa sola’
La escritora Muriel Barbery
El duelo es una experiencia universal. Y, sin embargo, cada cultura se relaciona con sus muertos de una forma distinta, que está en la raíz misma de sus ancestros. De eso trata la última novela de Muriel Barbery (Casablanca, 1969), ‘Una rosa sola ’ ( ... Seix Barral). La autora de ‘La elegancia del erizo’ , uno de los mayores éxitos editoriales de las últimas décadas, regresa al Kioto en el que vivió hace más de diez años para contar la historia de Rose, una joven occidental que debe trasladarse hasta esa ciudad japonesa tras la muerte de su padre, al que nunca conoció, y en la que se topa con un amor inesperado.
—La novela se inspira claramente en el tiempo que usted vivió en Japón. Pero, ¿por qué decidió escribirla?
—Hace diez años que sueño con esta novela, pero no apareció hasta hace un par de años. Acababa de publicar ‘Un país extraño’ en Francia y, normalmente, soy incapaz de escribir cuando estoy acabando otro texto. Pero, de repente, surgió esta historia. Lo interesante en la escritura es esa parte de misterio, la forma en la que, de manera inconsciente, nuestra intimidad se transforma en una historia y en personajes que no conoces, te zambulles en vidas ajenas. Tras marcharme de Kioto, a finales de 2009, siempre pensé que escribiría una novela que transcurriera allí, pero era demasiado difícil e intimidante, hasta que todo se metabolizó.
—¿Qué tiene usted de Rose, la protagonista? Se lo pregunto porque dedica la novela a sus ‘muertos’...
—La experiencia del duelo, por supuesto. Todos hemos vivido, de un modo u otro, esa experiencia. Soy consciente de que hay muchos temas que se repiten en mi obra: el arte, la naturaleza, la soledad… Pero el tema del duelo ha surgido más recientemente, tal vez porque voy madurando, envejeciendo, y eso hace que cada vez sea más consciente de cómo los duelos nos van conformando y cómo vivimos con nuestros muertos. Tenemos que convivir con nuestros muertos, su vida pasa por la nuestra y hay que entenderlo.
—Pero la cultura oriental y la occidental se enfrentan de un modo muy distinto al duelo, a la muerte.
—La manera en la que vivimos la muerte está muy marcada desde un punto de vista cultural. Basta con ver los cementerios de cada cultura. Recuerdo que en Kioto me fascinaron, daban la sensación de no estar fuera de la ciudad, sino de formar parte de la vida…
—En el libro, Rose aprende a transformar su duelo en algo menos doloroso y si me apura hasta hermoso, logra convivir con él. Es como si con la belleza intentara combatir el dolor literariamente.
—Absolutamente. Siempre ha sido mi manera de vivir cualquier momento de duelo. Siempre me ha consolado la belleza de la naturaleza y del arte. Son mis dos pilares, es mi manera de reparar la rotura que el duelo ha causado dentro de mí. El arte y la literatura tienen la virtud de permitirme volver a estar viva, a sentirme viva, y eso es extraño, porque a veces eso significa que tienes que dar un giro en la ficción para volver a pegar los trozos de ti misma que estaban rotos.
—La novela también se pregunta cómo uno puede vivir con sus muertos. ¿Encontró respuestas tras escribirla?
—En parte sí… Es complicado. Es uno de los motivos por los que escribo, para intentar entender mejor la vida en general. Después de cada novela tengo la sensación de entenderla mejor, pero surgen nuevas preguntas y, sin cesar, tengo que plantearme un nuevo material existencial sobre la mesa. Tengo la sensación, después de cada novela, de haber avanzado, pero es un camino que nunca se acaba, aunque esa andadura siempre avanza hacia un punto más luminoso.
—Si Rose, en lugar de occidental, hubiera sido japonesa, habría sido una novela completamente distinta.
—Sí, pero era una novela imposible de escribir para mí. Tenía la sensación de que no podía meterme en la vida de un personaje japonés. Para mí, Japón sigue siendo un país misterioso.
—¿Y cómo se escribe de Japón desde la periferia? ¿Es posible que un autor occidental retrate a un país tan lleno de matices, tan distinto como Japón?
—No, no es posible. Yo tenía una representación de Japón muy alimentada por mis fantasías, y todo eso saltó por los aires al entrar en contacto con la realidad japonesa. Supongo que si aprendiera el idioma, si pasara allí diez o veinte años, igual terminaría aprehendiendo y captando esa esencia, pero hay algo realmente muy distinto.
—El recorrido de Rose por Kioto no es sólo físico, sino también espiritual. ¿Fue eso lo que le sucedió a usted, volvió cambiada?
—Sí, sí, profundamente cambiada. Mi mirada cambió profundamente, tanto la estética como la existencial. Su pregunta dispara al corazón mismo de lo que sentí allí. Cuando vagaba por Kioto tenía la sensación de deambular de una manera existencial. No sé de dónde viene esa sensación, pero la configuración de esos lugares hace que haya algo que provoca ese camino, esa transformación interior de una manera que nunca antes he experimentado. Y, al mismo tiempo, no es nada espiritual, es una experiencia viva y vibrante.
—Tengo entendido que con España tiene, también, una peculiar historia de amor personal…
—Sí... Yo nací en Marruecos, viví allí dos meses, y mis padres volvieron a Francia. Los meses de julio y agosto volvíamos a Rabat y, como mis padres no tenían dinero, cruzábamos en coche España hasta el estrecho de Gibraltar. Cuando pasábamos por San Sebastián, Burgos, Salamanca, esos paisajes me fascinaban… Yo venía de la campiña francesa y descubrí esas extensiones áridas que me parecían contener una poesía absoluta, en su carácter austero y grandioso. España fue uno de mis primeros amores extranjeros.